Es un recuerdo vago, de hace muchos años. Tantos, que el manillar del ciclomotor en el que mi abuelo iba a recogerme a la parada del autobús era más alto que yo. Pero, por una vez, mi abuelo es actor secundario en el recuerdo que me ha asaltado así, a traición, como todos los que valen la pena.
Por una vez, no es el frío que nos acuchillaba al recorrer en el ciclomotor el kilómetro que separaba la parada del bus de una casa donde nos aguardaba mi abuela con la cocina de leña encendida. No son las pantagruélicas comidas y cenas de la aldea. En esta ocasión, la protagonista es Asunción.
Asunción era una señora, para un chaval de cinco años, muy mayor. Y mayor continúa siendo en mis recuerdos, por más que, en aquellos años, no pasara de lo que llamamos “mediana edad”. Pero no son los años que había visto la mujer lo que recuerdo.
Una tienda-bar-refugio
Resulta que Asunción regentaba una tienda junto a la parada del autobús. Era uno de esos colmados típicos de un pueblo de no más de mil quinientos habitantes en los que se unían bar, tienda de ultramarinos y comercio de comestibles. No sabría decir cuántos domingos nos refugiamos de la lluvia mi abuelo y yo allí adentro…
… Del mismo modo que no sabría decir cuántas chucherías con los cromos y pegatinas de la serie de moda compraríamos los viernes, cuando llegaba al pueblo, para descanso de mis padres y alegría de mis abuelos –los domingos, creo, las sensaciones eran las mismas, pero al revés-.
Números y papel de estraza
El caso es que, cuando comprábamos allí, fueran unos dulces fuera el palo de una fregona, yo no podía por menos que sentir admiración por la duela del negocio. A ver: en aquellos años estaba yo con mis primeros números y, tal como me han ido siempre las matemáticas, la suma de nueve más siete era un misterio insondable. Pero para Asunción no.
Recuerdo que ella apuntaba los precios de lo que iba dejando sobre el mostrador según se lo pedían en un papel de estraza. Cuando el cliente terminaba, ella, entre dientes, y en no más de dos minutos, sumaba los importes, repasaba la cuenta y decía “tanto”.
No todo el mundo, por aquel entonces, sabía sumar en la Galicia rural, pero, con todo, supieran o no de números, sacaban la cartera y ponían tantas pesetas como decía Asunción sobre la barra: Eran dos las cualidades que, a base de ejercitarlas, todo el mundo le reconocía a la dependienta: honradez y precisión. Al menos en mis recuerdos, nunca se equivocó y nunca engañó a nadie.
Una máquina que dispara recuerdos
La vida, muchas veces, se empeña en traerte y llevarte por caminos que nunca habrías sospechado, y hace como diez años que no paso por la aldea, y más de veinte que no lo hago delante de la puerta de Asunción. Sin embargo, hoy me ha asaltado su recuerdo. Y me ha ocurrido cuando estaba pagando unas zapatillas que acabo de comprarme.
Evidentemente, he visto ese tipo de artilugios miles de veces, y ya hace muchos años que no me llaman la atención, sin embargo, al ver una máquina registradora se me han venido a la cabeza lo que para mí eran unas cuentas hechas a velocidades sobrehumanas.
Velocidad y precisión
Y me he preguntado qué diría aquella mujer viendo a qué velocidades trabajan estas máquinas, con qué precisión y hasta qué punto son útiles, hoy por hoy ya imprescindibles, las cajas registradoras para comercios. En mi memoria, ella era toda bondad y sonrisas, así que supongo que me habría sonreído y habría agachado la cabeza, de vuelta a su suma en el papel de estraza.
Claro que, a día de hoy, no queda sitio en el comercio para las sumas a mano: con la necesidad de registrar cada venta, cada movimiento de dinero, cada entrada y salida del almacén, que dentro de poco le van a poner un código de barras hasta a los ratones, sería imposible llevar una contabilidad como la que permiten las cajas registradoras.
Ordenadores con forma de caja
Y es que las cajas, además de para sacar las cuentas y guardar el dinero, nos llevan la contabilidad, las entradas y salidas stock y cuanto queramos exigirles para que gestionar un negocio, al menos en el aspecto económico, sea tan sencillo como puede serlo.
Donde antaño el comerciante tenía que hacer sus sumas, en el mejor de los casos, con una calculadora y guardar el dinero en una caja más o menos segura para, cada equis tiempo, ver qué tenía y qué le faltaba en la tienda y en el almacén, a día de hoy basta con que conecte una caja de seguridad al ordenador e introduzca los datos de qué tiene, cuánto le cuesta y por cuánto lo vende.
En fin, que los tiempos van cambiando y, aunque no cualquiera tiempo pasado fuera mejor, sí que he reconocer que muchos de mis mejores recuerdos tienen el color sepia de las fotos antiguas… o el marrón del papel de estraza.